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Integridad: la pureza que Dios demanda

  • Foto del escritor: GrupodeGracia
    GrupodeGracia
  • 1 sept 2020
  • 8 Min. de lectura

“Dichosos los de corazón limpio,

porque ellos verán a Dios.”

Mateo 5:8




Cuando pensamos en la palabra pureza o limpieza, generalmente viene a nuestra mente la limpieza que podemos palpar y oler. Sobre todo en estos tiempos convulsionados por la pandemia del Coronavirus, la higiene se ha vuelto tema recurrente en nuestras vidas. Es tragicómico ver en redes sociales cómo en diversas partes del mundo hay gente que pareciera no estar tranquila con la mascarilla y los guantes, algunos hasta han salido a las calles envueltos en alusa, bolsas de nylon o llevando máscaras de personajes de cine. Quizás en sus corazones ñoños la pandemia es la excusa perfecta para llevar el casco de Darth Vader o de un Stormtrooper de la Guerra de Las Galaxias; probablemente yo también la usaría con todo orgullo. Al fin y al cabo, la idea es no contaminarse.


Respecto a esta última palabra, si hablamos de contaminación, lo normal es que en nuestra mente tengamos la imagen de algo externo que viene a atacarnos. Sea un virus, una bacteria o algún químico, siempre es algo que viene de afuera. En una oportunidad mientras Jesús estaba con sus discípulos, se acercaron unos escribas y fariseos y le preguntaron por qué sus discípulos no se lavaban las manos antes de comer. Luego de una intensa conversación, nuestro Señor explica que no es lo que entra al cuerpo lo que lo contamina, sino lo que sale (Mateo 15:11). Es decir: lo que sale del corazón es lo que contamina al hombre, “porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias” (Mateo 5:20 RVR60). Para los que llevamos algunos años siendo cristianos confesionales esto no es algo nuevo. Sin embargo, la limpieza de corazón es una demanda mucho más profunda de lo que pensamos.


La contaminación del corazón produce impureza espiritual. En lo que se refiere a los procesos rituales en el Antiguo Testamento, la pureza física o externa era en extremo rigurosa. No sólo se demandaba una higiene superficial de los sacerdotes, quienes funcionaban como intercesores entre el pueblo y Dios, sino que además se les demandaba que no tuvieran problemas o malformaciones físicas (ver Levítico 21). Literalmente se les demandaba perfección en toda la extensión de la palabra. Esto porque, en la antigüedad, el tema de la impureza era asunto crucial, a tal punto que las culturas antiguas creían que cualquier individuo que naciera o muriera se impregnaba de la impureza tanto moral como física de este mundo. De ahí también se desprende que quienes tocaban gente enferma o muerta eran considerados impuros y estaban obligados a pasar por un rito de purificación.


Detengámonos un poco en esto y hablemos en términos espirituales. La impureza que produce el pecado es a todas luces suciedad, pero no es para nada un problema simple, ya que no es sólo polvo que se quita al pasar la mano o un paño con desinfectante. El profeta Jeremías figuraba la profundidad del pecado como algo que está grabado en el corazón humano con cincel de hierro y con punta de diamante (Jeremías 17:1). Esta realidad, en la cual todos estamos inmersos, no produce otra cosa que muerte. Y la muerte produce putrefacción. Nuestra contaminación e impureza espiritual no es como el polvo esparcido por los muebles de una casa, es putrefacción de muerte. Cabe entonces preguntarse junto con el salmista David: “¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en su lugar santo? Sólo el de manos limpias y el de corazón puro” (Salmo 24:3-4). Es interesante que David escriba estas palabras, porque el ilustre héroe nacional de Israel estuvo lejos de ser puro y limpio en todo tiempo.


A diferencia de nuestros libros de historia, la biblia no está interesada en salvaguardar la reputación de sus personajes. Nos muestra sus vidas sin tapujos ni tabúes. Así, las Escrituras nos señalan que este ilustre rey había cometido múltiples quebrantamientos a la ley del Señor. Desde la codicia que lo había llevado a desear una mujer casada, hasta la frialdad de manipular la situación para que Betsabé quedara viuda y así tomarla por esposa (2 Samuel 11), David sucumbió antes las más bajas pasiones humanas, se ensució cual animal arrastrándose en la basura. Esto es algo que afecta a la integralidad del ser humano, no sólo por fuera, sino principalmente desde la profundidad del corazón, lo que hace estéril cualquier intento de quitarse la suciedad. Es común ver que en el arte del cine o la televisión, generalmente, el primer acto que realiza la víctima de una violación luego de sufrir un abuso es lavarse. Esto porque claramente se siente sucia, está desesperada por quitarse de encima la asquerosidad que siente en el cuerpo y en la vida misma por lo que ha sufrido. Tristemente, es obvio que no funciona, porque por mucha agua y jabón que use, la sensación difícilmente se quitara luego del lavado. Si esto sucede con la suciedad y putrefacción que recibimos de otros que nos hacen daño, y no es suficiente para quitarlas, ¿cómo limpiar la putrefacción que nace de nuestros propios corazones?


El rey David había codiciado y adulterado. Bíblicamente es uno de los pecados más complejos en abordar. El apóstol Pablo señala que quienes fornican o adulteran pecan contra su propio cuerpo y también contra el cuerpo de otro (1 Corintios 6:18-20). Y no sólo eso, sino que, además, sus manos se habían manchado con sangre: era el autor intelectual de un asesinato. Cuando David reconoce su pecado, es decir, se reconoce un indigente espiritual, luego de llorar por su maldad, pide algo que sabe que no tiene, porque su corazón está podrido y toda su vida está hedionda, manchada y sucia. David sabe y siente todo esto y eso lo lleva a clamar: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio” (Salmo 51:10; RVR60). ¿Cómo solucionar este problema? ¿Habrá alguna manera para dejar de sentirnos sucios? El problema es más complejo de lo que parece, porque no importa cuánto esfuerzo hagamos, el Señor a través de Jeremías nos dice: “Aunque te laves con lejía, y te frotes con mucho jabón, ante mí seguirá presente la mancha de tu iniquidad” (Jeremías 2:2; RVR60).


La pureza o limpieza de corazón implica muchas cosas. Es muy fácil caer en el error de pensar que, como no hemos cometido las mismas atrocidades de David, no estamos tan manchados como él. Generalmente nosotros no sentimos nuestro propio olor, sobre todo cuando lo llevamos encima mucho tiempo, pero podemos fácilmente sentir el mal olor del otro. ¿Por qué digo esto? Porque la limpieza de la que la biblia nos habla apunta más a una cuestión de integridad de vida. Y, para ser íntegros, no basta simplemente con ser puro y casto en la cama. Según el relato del evangelio de Mateo, Jesús enseñó y dijo muchas cosas, entre ellas un día dijo: “Dichosos los de corazón limpio, porque ellos verán a Dios” (Mateo 5:8).  Cuando Jesús usa la palabra “limpio” en esta ocasión, hace alusión a algo puro, algo hecho de un sólo elemento, que no tiene mezclas. Cabe entonces preguntarse ¿Somos limpios? ¿Cuánta rectitud hay en nuestras vidas? ¿Somos iguales en todos lados? ¿Somos, como se dice popularmente, de una sola línea o tenemos varias caras? Creo que la palabra más exacta para poder abordar todo lo que Jesús nos quiere enseñar con la palabra limpio es: integridad. El limpio de manos y puro de corazón es el que está lejos de la falsedad, “el que no ha elevado su alma a cosas vanas, ni jurado con engaño” (Salmo 24:4; RVR60).

Es menester señalar aquí el problema de los fariseos. La gran crítica de Jesús a los fariseos era que la justicia y limpieza de ellos era un mera fachada, pero por dentro eran sepulcros blanqueados. Esto es muy relevante para nuestro tema central. ¿Qué hay dentro de los sepulcros? Muertos. Y los muertos hieden, están sucios, se pudren. Cada vez que intentamos mostrarnos como alguien que no somos, cada vez que queremos alcanzar justicia por nuestra apariencia de seres inmaculados y piadosos, cada vez que nos creemos seres de luz, con el simple hecho de pretender que no necesitamos tanto de Dios como el otro que pecó, que nos insultó, que habló mal de nosotros; cada vez que creemos ser autosuficientes en el lavado de nuestros pecados, no hacemos más que expeler nuestro hedor a putrefacción. ¿Quién subirá al monte de Jehová? ¿Quién verá al Señor? No será el que no es íntegro en todos sus caminos, porque espiritualmente está muerto. Es muy sabido que el hedor que expele un cuerpo muerto es prácticamente insoportable y tan fuerte que muchos crímenes se han descubierto por el olor que producen los cadáveres. Por eso Dios vomita de su boca al tibio, porque no es recto en su actuar, no es íntegro. ¿Quién verá al Señor? Ninguno de nosotros puede, ni nunca podrá hacerlo. No importa cuánto jabón echemos en la mancha, tu corazón y mi corazón putrefactos siempre estarán delante del Señor expeliendo hedor a muerte.


Pero la historia no termina acá, porque hay una esperanza y David lo sabía. Por eso su petición por un corazón limpio no es sólo de ayuda para poder alcanzar este corazón, derechamente David pide que Dios cree en él lo que le falta, que haga aparecer en su vida un corazón limpio. Porque ni David, ni Jeremías, ni tú ni yo podemos subir al monte de Jehová y ver al Señor, sin que antes Cristo suba por nosotros. Y su camino fue a cuestas, no vestido como Rey y Señor, sino como siervo. Él se vistió con nuestras ropas hediondas, con nuestros vestidos manchados de muerte, de dolores, de llantos, de falsedad, de inconstancia, de mentira, de arrogancia, de soberbia, de falta de misericordia, de amor, de justicia, de bondad. Tomó todas nuestras ropas, soportó el hedor y la basura de nuestro pecado y pagó el precio de mirar al Señor Santo y Justo en su trono. Y no necesitó lejías ni jabones, sino que ofreció voluntariamente su preciosa sangre. A través de la muerte en la cruz, Dios limpió nuestros corazones, los hizo puros y sin manchas. Y todo esto para que hoy, revestidos de sus ropas limpias, santas y justas, sin haber hecho nosotros ningún sacrificio, podamos subir al monte de Jehová estando ya limpios de corazón y así poder verlo cara a cara, en una intimidad restaurada. Por eso nuestras oraciones son escuchadas, por eso nuestros cantos son oídos, por eso hoy puedes dirigirte y presentarte ante el Rey, porque Jesús, se vistió de nuestra sucia muerte e intercedió para que recibiéramos los beneficios de la pureza de vida. Gloria al Señor Jesucristo por su sacrificio. 


En conclusión, hoy el llamado es a ser íntegros como Cristo lo fue. A hacer todo con transparencia, buscando siempre el bien del otro y reconociendo que todo bien que podamos realizar es por gracia. Sin embargo, no podemos pasar por alto que el pecado aún es un contaminante peligroso, hoy debemos seguir día a día luchando contra él. Pero debemos reposar en la esperanza y en la certeza de que, aun cuando tenemos que seguir lidiando con la suciedad del pecado, la sangre de Jesús derramada en la cruz puede limpiar hasta la mancha más negra. Delante de Dios, el que está en Cristo ya ha sido limpiado de todos sus pecados, de los pasados, presentes y futuros, y ha sido además fortalecido para seguir hoy día luchando contra la falta de integridad. Hoy gozamos el privilegio de mirar al Señor a su rostro, pero lo hacemos en parte, y el rostro iluminado de nuestro Señor lo “vemos como por espejo, oscuramente; mas entonces, cuando venga lo perfecto,  lo que es en parte se acabará”, dice Pablo en 1 de Corintios 13,  “y entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido.” Llegará el día en que veremos el rostro del Señor tal como Él es y ya nadie ni nada nos impedirá estar mirándolo eternamente, porque seremos perfectamente puros de manos y limpios de corazón.

Solo al Señor sea la gloria.

 
 
 

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