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LA GRACIA: EL REGALO DESMERECIDO DE DIOS

  • Foto del escritor: GrupodeGracia
    GrupodeGracia
  • 12 jul 2020
  • 6 Min. de lectura

“Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe.”

Efesios 2:8-9


Pensemos un poco en el apóstol Pablo. Un hombre culto y entendido en la ley de su pueblo. Reconocido entre sus pares, temido por sus víctimas. Aferrado a sus creencias más esenciales, Saulo de Tarso respiró odio y venganza contra los incipientes infieles de Jehová que se levantaban en el Camino anunciando el nombre de un tal Jesús. Fue tal el ímpetu de su oficio que se ganó un nombre terrible, uno que, de sólo escucharlo, sus víctimas temblaban de terror. Sus viajes por el viejo Medio Oriente estuvieron cargados de sangre, de muerte. Arrastró literalmente por el suelo a quien se cruzara a su paso; arruinó hogares, familias. Nadie escaparía de su lazo castigador, ningún cristiano huiría de su quebrantamiento. Saulo creyó ser el brazo armado de Jehová contra los seguidores de Jesús el nazareno y puso todas sus fuerzas en lograr hacerle honor a su oficio.

Mantengamos la historia de vida, pero cambiemos el nombre del protagonista y situémoslo en nuestros días. ¿Podría alguien negar que tal persona es un vaso de ira del Señor? ¿Alguien podría encontrar un resquicio para hallar justicia en las acciones del protagonista? He aquí el maravilloso e insondable misterio de la gracia.

En la enseñanza del evangelio de Jesús, sin duda alguna toda palabra es de suma importancia; pero, cuando hablamos de la gracia, hablamos del corazón del evangelio. Si pensamos en esto, la vida del apóstol Pablo es solo un modelo ejemplar de cómo la gracia de Dios es capaz de convertir vasos que estaban destinados al vino de la ira, en vasos que son usados para honra del nombre del Señor. Esto ha llevado a muchos ha definir la gracia como un don inmerecido del Señor. No podría estar más de acuerdo; sin embargo, creo que más exactamente, la Gracia que Dios ha impartido a su pueblo es un don desmerecido. Ya que no sólo no hemos hecho nada para ganarnos el regalo de la gracia del Señor, sino que más aún, hemos hecho todo lo posible por no merecerlo. Ahora bien, para poder apreciar este regalo con mayor claridad, es necesario contrastarlo con el problema del pecado.

Dice Pablo en su carta a los Romanos, en el capítulo 3, que todos los hombres están bajo pecado, que: “Como está escrito: No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios” (vv. 10 – 11). Esta declaración de Pablo, tomada del libro de los salmos, apunta a la universalidad del grave problema del pecado. La palabra importante en este pasaje es justo. Cuando Pablo habla en sus cartas de la gracia, lo asocia mayoritariamente a la justicia. Este concepto en la teología del apóstol Pablo es uno de los pilares sobre los que se basa su mensaje. Si hacemos un barrido rápido por la biblia nos daremos cuenta de que el pecado, al contrario de la gracia, se asocia generalmente a la injusticia, ya sea en hecho o en palabra, que se comete en relación con la Ley del Señor. Entendemos, por lo tanto, que Dios es un Juez justo y que demanda justicia a partir del cumplimiento de sus mandamientos. Lo terrible es que, como lo dice Pablo, nadie ha podido jamás cumplir sus mandamientos; al contrario, habiendo conocido a Dios, tanto el hombre como la mujer en toda época y lugar, ha decidido desechar al Señor y no glorificarle como corresponde (Romanos 1:21). Esto se refleja principalmente en el no reconocimiento de la autoridad que Dios tiene sobre el mundo y sobre sus criaturas. Y esto repercute en que la ira del Señor se revele desde su trono celestial contra toda injusticia cometida (Romanos 1:18). ¿Es difícil esto de digerir? Sin duda.

Durante mucho tiempo hemos estado acostumbrados a ver al Señor sólo como un ser de amor y bondad; pero los atributos del Señor son muchos más y ninguno se sobrepone al otro. Si Dios es amor, también es justo. Si Dios es Santo, entonces también tiene ira.

La ira del Señor es su eterno aborrecimiento a toda injusticia, porque en esencia Él es perfecta y eternamente justo. ¿Hace esto acaso a Dios un ser falto de amor y misericordia? ¡En ninguna manera! Es más, tal como lo señala A.W. Pink: “¿Cómo podría él [Dios], que es la suma de todas las excelencias, mirar con igual satisfacción la virtud y el vicio, ¿la sabiduría y la locura? (…) ¿Cómo podría Él, que es infinitamente Santo, desestimar el pecado y renunciar a manifestar su ira hacia el mismo?” (Pink, 1964). Ciertamente que no podría serlo. De esta manera, cada vez que hablamos de la gracia, para poder estimarla en su justa medida, es necesario considerar que la justicia del Señor demanda irremediablemente que todos los que han pecado es necesario que paguen el castigo por sus injusticias. Y ese castigo es la muerte: “El alma que pecare, esa morirá; el hijo no llevará el pecado del padre, ni el padre llevará el pecado del hijo; la justicia del justo será sobre él, y la impiedad del impío será sobre él.” (Ezequiel 18:20). Por eso debemos estar sumamente claros que Saulo merecía morir por sus acciones. Tal como tú y como yo. Pero, en este escenario terrible, la gracia hace su aparición magistral en el tribunal incorruptible del Señor. Entonces, el mismo juez que tiene en la mano el martillo que puede enviarnos a las profundidades del infierno para que nunca más salgamos de allí, decide culpar a otra persona de nuestras injusticias y castigarlo por ellas. La Gracia es el favor eterno y totalmente gratuito de Dios. Pero, si a nosotros nada nos costó, es porque otro tuvo que pagar el precio.

¿Recuerdas que habíamos dicho que Dios es un juez justo? ¿Puede haber justicia en un juez que no le da lo que merece al culpable de un delito? Claro que no. Entonces Dios no pasó por alto las injusticias. En la gracia otorgada a su Pueblo no ha dejado en ningún minuto de ser justo, porque hizo que su propio Hijo, Jesucristo, pagara por las injusticias que nosotros habíamos cometido. Y el precio pagado fue el castigo anunciado por Ezequiel en la antigüedad: la muerte. Y su muerte fue cruenta, vergonzosa. El precio pagado por Jesús fue morir en la soledad terrible, porque aun cuando estaba rodeado de gente, estaba muriendo solo y abandonado en una astillosa y sucia cruz. En el tribunal justo del Señor, Jesús fue imputado por nuestros pecados, y él se hizo merecedor de nuestro castigo. Y más aún, lo maravilloso de la gracia de Dios, es que no solo implicó esto, sino que además a nosotros nos hizo beneficiarios de la recompensa de la justicia del Señor. Por eso alcanzamos hoy los beneficios del reino de Dios, porque nosotros gozamos las recompensas alcanzadas por Cristo en la cruz del calvario.


Este es el único y excelso camino para alcanzar el cielo y la vida eterna: la gracia de Dios por medio de la fe en Jesucristo.

Cualquier otro medio para ganarse el favor del Señor es inútil. Más aún, si buscamos otro medio para ganarnos el cielo, desechamos el regalo que Dios ha decidido hacernos en Su bondad. Porque si decidimos alcanzar la vida eterna por nuestros méritos, intentando ganarnos el bien de Dios por nuestras acciones de bien y de autojusticia, entonces, estaríamos desechando el sacrificio de Jesús en la cruz. Ya que “si por la ley fuese la justicia, entonces por demás murió Cristo” (Gálatas 2:21b). La gracia nos hace poner la mira en aquel que realmente se ganó el cielo y que, en su bondad, decidió darnos también a nosotros la entrada, aquella que nosotros jamás podremos merecer.

Sólo a Jesús sea la gloria, la honra y la alabanza.


REFERENCIAS:

  1. Pink, A. (1964). Los atributos de Dios (1997 ed.). (M. martin, Trad.) Barcelona: El estandarte de la Verdad.

  2. Sociedades Bíblicas Unidas. (2007). La Santa Biblia, Reina Valera Revisión 1960. Sociedades Bíblicas en América Latina.

  3. Sproul, R. (1992). Las grandes doctrinas de la Biblia. (M. Robaína, Trad.) Miami: Unilit.

Por Luis Ignacio Espinoza Navarro, perteneciente a la Iglesia Pentecostal Naciente de San Antonio



 
 
 

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